Aquellos primeros días en el desierto me parecieron muy excitantes. Cada acontecimiento, por común y rutinario que fuese para un saharaui, era para mí una nueva experiencia. Ir a ver los camellos, caminar hacia un lugar, el horizonte, que parecía estar siempre a la misma distancia, preparar el pan por la mañanas, tomar el té a todas horas, mirar como el viento lanzaba a una velocidad endiablada miles de granos de arena contra cualquier objeto. Todo era maravilloso.
Recuerdo con especial nostalgia aquella noche en la que Santi, David "Colombia" y yo decidimos aventurarnos hacia el exterior del campamento en una bóveda plagada de mil estrellas. Creo que ha sido el cielo más bonito e impresionante que he visto en mi vida, no cabían más estrellas sobre nosotros, al no tener referencias de montañas como en Tenerife, eran 180 grados de millones de luces. Como ha ocurrido a lo largo del tiempo, los tres amigos que caminaban por el desierto charlaban sobre lo maravillosa que era la vida y las experiencias que iban llenando nuestro camino por ella. Tampoco hay farolas en el desierto, ahora teníamos que volver, al girarnos todo era oscuridad, algunas de las casas de adobe tenían las luces encendidas, pero ¿cuál era la nuestra?, decidimos avanzar hacia el campamento. Por suerte uno de ellos había sido boina verde y se sabía orientar, incluso en la oscuridad, dando una lección magistral a mis compañeros los llevé hasta la misma puerta de nuestra jaima.
Y se me fue llenando el corazón. Y el pueblo saharaui se agarraba cada vez más fuerte. Conocimos infinidad de personas. En cada rincón venía alguien a saludarte "Hola , ¿cómo estás?, ¿eres de Sevilla?". Siempre hay una sonrisa amable en la que refugiarte, alguien con quién conversar sobre la antigua colonia española. Hombres y mujeres que vivían y trabajaban como españoles, como mis padres, gente que iba al cine ( cine Las Dunas en El Aaiúm ), que tenía sus negocios, que trabajaba en las minas de Fos Bucrá, que eran militares, eso sí nunca accedían a los puestos de oficiales reservados para los españoles, motivo que imagino no sentaría muy bien entre la población nativa, ya que era una forma como tantas otras de discriminación.
Cada vez que hablaba con algún viejo de El Aaiúm intentaba escudriñar entre sus palabras alguna referencia de algo que me pudiese recordar a a alguna de las historias de José Luís. Pero la perspectiva del saharaui es muy diferente, eran dos realidades similares pero paralelas.
Nuestros improvisados guías, los niños, ya tenían nombre Soukaina, Mamía, Gela, Mulay.... cuanto cariño desprenden. A cada instante te están cogiendo la mano, "Ven aquí, tú eres mí amigo", están siempre pendientes de que no te pierdas y a la menor ocasión los pequeños ya están trepando por tu espalda. Sus rostros deberían ser duros como el desierto, pero son dulces, amables, bondadosos y curiosos. Les encantaba ver fotos, me pedían a cada momento que sacase la foto de Lara para verla mil veces y decir "Que guapa!""¿cuándo viene a Dajla?". Se sentían muy orgullosos de acompañarnos, de ser nuestros guías, se ponían pavitos cuando nos cruzábamos con otros niños que no acompañaban a ningún extranjero, se te pegaban más, no sé si buscando protección o diciendo "Este es mi amigo", con certeza lo segundo.
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